Hace unos días, mientras veía los playoffs de MLB, me detuve a pensar en algo que quizá todos vemos pero pocos dimensionamos: la posición del catcher, ¿será la más incómoda en el deporte? Solo imaginar estar en cuclillas durante nueve entradas ya suena agotador; ahora imagina hacerlo casi todos los días de la temporada (162 partidos), “catcheando” lanzamientos a más de 150 km/h, con foul tips que golpean máscara, piernas y pecho. Para ponerlo en perspectiva:
Un catcher titular realiza en promedio 150 cuclillas por juego.
Si juega 120 partidos en la temporada, eso equivale a más de 18,000 cuclillas al año.
Súmale que recibe más de 1,500 lanzamientos al mes, sin contar los incontables golpes accidentales.
Por ello, no sorprende que la carrera promedio de un catcher en MLB dure apenas 9.7 años, mucho menos que la de un jardinero o un primera base.
Y lo más increíble es que los catchers entran a este rol sabiendo perfectamente que es incómodo, doloroso y de poco glamour. Lo aceptan desde el primer día, y con el tiempo, aprenden a dominar lo incómodo. Su verdadera fortaleza no está en evitar el sufrimiento, sino en adaptarse a él: transformar una posición ingrata en un arte que requiere visión estratégica, fortaleza mental y liderazgo silencioso.
El catcher no solo recibe la pelota: piensa, dirige y sostiene. Es estratega, psicólogo y brújula. Decide qué pitcheo lanzar, analiza al bateador, calma al pitcher en un mal momento y lee la dinámica del juego. Como dijo Bob Boone, quien fue catcher por 19 temporadas: “Un buen catcher convierte a un pitcher promedio en un ganador.”
El béisbol es un deporte colectivo, pero el catcher es el único que literalmente ve el campo completo desde su trinchera.
Esta temporada, el rol del catcher tuvo un rostro destacado: Cal Raleigh, de los Seattle Mariners. No solo fue el líder de jonrones entre los catchers con 38 home runs, sino que terminó con un WAR de 6.5, cifras que lo pusieron como candidato a MVP de la Liga Americana. Lo extraordinario de Raleigh no está solo en lo que produjo con el bate, sino en cómo equilibró lo que parecía incompatible: ser el motor estratégico detrás del plato y, al mismo tiempo, un artillero ofensivo de élite.
Y ahí está la primera gran lección: la incomodidad no desaparece, se domina. El catcher no busca comodidad, busca control. No busca reconocimiento, busca resultados. En la vida profesional pasa igual: los verdaderos líderes no rehúyen a las posiciones difíciles, las adoptan, las entienden y las vuelven su zona de maestría.
Pero hay una segunda lección que aplica a equipos y organizaciones: toda estructura necesita alguien que cargue con lo invisible. En un mundo que premia los reflectores, el éxito depende también de quienes sostienen el proceso, de quienes no brillan pero hacen brillar a los demás. El catcher no gana trofeos individuales, pero sin él, el equipo no funciona.
Las empresas también necesitan esos perfiles: los que no buscan aplausos, sino efectividad; los que ven el campo completo; los que acompañan, cuidan y corrigen desde atrás. En el fondo, todos necesitamos un poco de ese espíritu: aprender a aceptar el esfuerzo incómodo, a ocupar el rol difícil, a dar sin esperar aplausos inmediatos. Porque la grandeza rara vez se siente cómoda, y la comodidad rara vez lleva a la grandeza.
Así que la próxima vez que te toque agacharte —en el trabajo, en la familia o en la vida— recuerda al catcher: el que soporta, el que observa, el que guía. No siempre será cómodo… pero probablemente sea ahí donde más crezcas. Recuerda, “el éxito no consiste en estar cómodo, sino en estar preparado cuando lo incómodo llega.”